jueves, 23 de abril de 2015

SANT JORDI, 1999 (de A. Bertran)

Finales de los noventa, se festeja La Diada de Sant Jordi en la capital catalana. Estoy paseando por el centro de Barcelona entre rostros borrosos, desdibujados por mi memoria. Creo que en aquella época, corría el miedo y la preocupación por un rumor de que se acercaba una rebelión de las máquinas liderada por un villano bautizado como Efecto 2000. La verdad, que muchas veces me da por adentrarme en las entrañas de mis pensamientos y admitir que, una locura transitoria seguida de una destrucción de gran parte de las tecnologías, seguida por  apagones generales, seguida por la histeria social y, en consecuencia, edificios y centros comerciales envueltos en llamas y el mercado del capital se quede en ruinas, es decir, el auténtico caos mundial, habría supuesto un cambio para mejor en la educación, el comportamiento y las costumbres de las siguientes y nuevas generaciones de adolescentes mutantes. Pero no vamos a desviarnos de la temática del relato que de este tema ya lo reflexionaremos, si queréis, juntos, otro día.

Volviendo al pasado, me recuerdo, como decía, paseando por el centro de Barcelona y, entre el murmullo de la multitud, allí estaba yo, entregando, en silencio, mi corazón con un gesto tan clásico y tan básico como es regalar una rosa, roja como la sangre, en esta fecha indicada. Un gesto que, para una persona tan tímida y reacia a mostrar (y todavía más en público y entre compañeros del colegio) sus sentimientos, es heroico y precisa de una fuerza interna hercúlea. Fuerza que fue reducida viendo la pasividad con la que la muchacha cogió la rosa, como si se tratara de una más de las que ha recibido, recibe y recibirá en su bienaventurada vida. Una desaprobación al esfuerzo, a la rosa en sí, a aquella rosa elegida entre millones, a aquella rosa que me costó sudores y con la que moví montañas para poder adquirir. Aquella maldita rosa que me hizo perder un poco más de mi confianza y que forjó las cerraduras que impedirían abrir las puertas a futuras relaciones sentimentales. Aquella jodida rosa que mermó mi autoestima y que me echaría para atrás cada vez que quisiera robar un simple beso sin sentimiento que me llevaría a realizar fantasías sexuales, al contacto sudoroso entre dos, o más, cuerpos, a polvos exhaustos desenfrenadamente apasionados y entregados. Me había quedado sin mi futuro prometedor. Aquella puta rosa que provocó, en mí, el miedo al rechazo.

Resumiendo, fue un gesto que me condenaría al pozo donde se ama en soledad, en silencio, en secreto. Un gesto que fue ninguneado en menos que canta un gallo, pues la zagala cogió la rosa, ya florecida, y yo me quedé, con cara de capullo, esperando a florecer algún día y que me acaricie Rocío por las mañanas…

Feliç Diada de Sant Jordi, 2015.



Escrito por A. Bertran en Sant Cugat, 23 de abril de 2015.

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